
La tristeza es otra de las emociones básicas «mal vistas» y menospreciadas por la mayor parte de la sociedad en que vivimos. Muchas de las creencias y juicios sobre lo que sentimos perturban el reconocimiento de las emociones y nos alejan de una buena gestión de las mismas.
A la tristeza se le asocian conceptos como debilidad, depresión, poca valía, etc. Por esta razón podemos constatar que se suele recriminar y vetar muchas veces el permiso de sentirla y expresarla. Sin embargo, como el resto de emociones, alberga información valiosa. En este caso, la tristeza cumple la función de conectarnos y mirar en nosotros mismos para revaluar los acontecimientos y las situaciones, lo que evitamos, lo que nos duele en este presente, y revisar los significados que le damos a las personas, a las cosas, a las vivencias y percepciones.
De alguna manera es como si nos dijera: » Detente, aminora el ritmo y obsérvate». Y claro, esta actitud y necesidad contrasta justamente con las exigencias de paradigma capitalista de velocidad, productividad y rendimiento, generando muchas veces una confusión en las personas por necesidades contrapuestas: las personales y las que la sociedad te impone. Además, la tristeza nos conduce a un lugar que no nos suele gustar (ganas de llorar, cansancio, desmotivación, falta de concentración) pero que es necesario habitar para no interrumpir los ciclos de la vida.
Como indica Paco Peñarrubia(*), la tristeza es una “emoción de tierra” y hay que volver a la sabiduría del agricultor para traspasarla, pues“el agricultor hace un ejercicio de pararse y quedarse quieto”, refiriéndose a la observación y al respeto por los ciclos de la naturaleza.
Es por ello que requiere cierto coraje permitirnos hacer este ejercicio de introspección, pues la tristeza nos da energía para reflexionar, para reconfigurar nuestros mapas del mundo y las relaciones (con personas, situaciones, etc.) para expresar el dolor por algo que no puede ser o se perdió, y soltar lo que nos imposibilita el cambio.